El regreso / Venganza

  

El regreso:

Los dejo con un pequeño fragmento del cuento El regreso:

Hizo rugir el motor del potente Ford 83, último modelo, el hombre grueso que decía madre era su chofer de confianza. Tenía las facciones y la nariz aguileña de los campesinos que abundaban el hermoso valle serrano de papá. De rato en rato mostraba su sarcástica sonrisa. Viajaba junto a madre en el asiento trasero. La acompañaba porque me había rogado. También había dicho que era para mi bien, pues algo me tocaría en cuanto finiquitara la venta de sus tierras. Al principio me opuse, pero después recordé que yo había llegado a su fundo con las intenciones de re-tornar allí, solo, deseoso de atrapar mis recuerdos con Susan Susan, ya que mi vida se había quedado con ella, allá, en el Pueblo Donde La Estrella Había Caído. Nuestro romance quedó truncado al enterarse nuestros familiares del pecado que cometíamos. Quizás por eso la acompaño, además, del dinero que me tiene prometido. Delante iba con el rostro sereno su hija adoptiva contemplando los maravillosos paisajes que pasábamos durante el viaje. Miraba ansioso cómo devorábamos kilómetros y kilómetros la cinta asfáltica. Horas más tarde entramos a la Ciudad de las Chime-neas percibiendo el apestoso aire frío de los minerales fundidos, alejándonos de los humos multicolores que se dirigían al cielo, mas, eran atrapados por el hielo nebuloso de la atmósfera, haciéndonos sentir su asfixiante aroma. El Ford 83 continuaba subiendo las inmensas pampas secas de los cerros pelados.

Ya en lontananza, nos entristecimos por la bajada vertiginosa de los riachuelos cristalinos que se irían a mezclar con los residuos oscuros de los metales procesados. El auto avanzaba rápidamente. A ratos bajaba su trajín por el cruce de los camiones pesados, dejándonos colosales este-las de polvareda. Rogué que lloviera. El sol no daba mues-tras de esconderse ni ninguna nube se avizoraba a la vista, teniéndonos que contentarnos con nuestra paciencia. En el horizonte se presentaba una cadena de cerros negros y pe-lados. Vimos los pastizales amarillos con sus auquénidos trajinando, las lagunas al paso con sus patos salvajes zambulléndose, haciéndoles coro centenas y centenas de ranas. Vimos por las explanadas los miles de carneros pastando inocentemente, alineados por los perros pastores, siguiéndoles escasos niños que gritándoles los apedreaban. Vimos los terribles corralones de piedra que habían vencido al tiempo. Vimos venir el tren con sus alarmantes pitazos. Madre ordenó detener el carro. Esperamos impacientes nuestro encuentro con la locomotora. Vimos incrédulos sus coches, no puede ser, me dije, son los mismos en que yo viajaba de niño, habiéndolos retocado con pintura y letreros, afeando su originalidad. Me pesé por no haber convenido en viajar en aquellos coches que había aprendido a amar. Todo romanticón añoré los cientos de viajes que hice en mi juventud. Vi el rostro de madre, también estaba extasiada. El chofer parecía restarle importancia al acontecimiento. Mi hermanita un poco incomodada hacía relucir sus dientes blanquísimos mientras llevaba su larga cabellera hacia atrás. De pronto, nuestra alegría se desvaneció. A ella se le ocurrió bajar, yendo a una loma para divisar el panorama sombrío. Una ráfaga de viento helado latigueó nuestros rostros. Madre abrigándose gritó, apúrate, Bertha, nos estamos enfriando. Recién avistaba su nombre, aunque había creído que se llamaba como mamá. Vino corriendo al oír la voz de madre.

 

Venganza:

Los dejó con un pequeño fragmento del cuento Venganza:

El anciano traspasó las murallas enrejadas del gigantesco patio resguardado por hombres uniformados de un verde olivo. Colgaban metralletas en sus sobresalientes barrigas y en la cintura resplandecían sus revólveres plateados, observando felinamente a los transeúntes. A pasos lentos subió las gradas que daban entrada al edificio ramificado con cuatro pabellones inmensos y rectangulares. No hizo caso de la gente que se aglomeraba en los ascensores, sino que avanzó hacia la escalera. Peldaño tras peldaño escaló al tercer piso. Caminó por el pabellón de su martirio, siguiendo una flecha pintada de un rojo intenso, viendo pasar incontables personas arropadas de blanco, azul, verdegay. Legó al callejón que temía. A escasos metros se halla la luz opaca de una puerta abierta y vio... 

El anciano traspasó las murallas enrejadas del gigantesco patio resguardado por hombres uniformados de un verde olivo. Colgaban metralletas en sus sobresalientes barrigas y en la cintura resplandecían sus revólveres platea-dos, observando felinamente a los transeúntes. A pasos lentos subió las gradas que daban entrada al edificio ramificado con cuatro pabellones inmensos y rectangulares. No hizo caso de la gente que se aglomeraba en los ascensores, sino que avanzó hacia la escalera. Peldaño tras peldaño es-caló al tercer piso. Caminó por el pabellón de su martirio, siguiendo una flecha pintada de un rojo intenso, viendo pasar incontables personas arropadas de blanco, azul y verde-gay. Llegó al callejón que temía. A escasos metros se hallaba la luz opaca de una puerta abierta. Asomó la cabeza como siempre lo hacía al arribar a la fatídica sala, sintiendo asco por el olor que emanaba de las medicinas. Miró con cierto fastidio las camas ocupadas por hombres vendados hasta el cansancio. De sus labios brotó una quimérica son-risa tenue. Dio tres escupitajos al cono de basura como si quisiera exorcizar los horrores del que era testigo circunstancial. Arrastró sus torpes pies, tratando de evitar los chirridos de sus zapatos de cordobán, acercándose a una mujer rubia que contemplaba atenta al paciente de parches y vendas por todo el cuerpo, quien mantenía los ojos cerrados, los brazos tiesos, conectados a distintas mangueritas de jebe; y, resoplando llegó a su lado dándole palmaditas en la espalda; ella sobresaltada volteó, y saliendo de su sorpresa, ¡oh, señor Romero!, no pensé que regresara tan pronto, tome asiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

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